El niño cruza el campo marchito. Lleva a rastras una capa hecha girones, una espada mellada y botas con agujeros en las puntas. El frío del lodazal engendra pesadillas viscosas entre sus dedos, cansados de la insolente vastedad de la llanura.
Avanza. Sus pasos son lentos, trabajosos. Cada uno se lleva más de sí que el anterior. La travesía ha drenado hasta el último ápice de sus fuerzas. El dolor de las ampollas a penas lo deja avanzar sin preguntarse hasta cuándo tendrá que soportar. Rodeado por los muertos —los innumerables restos de la Gran Batalla—, aquel que fue su único sobreviviente, fatigado, entumido y muerto de miedo, avanza bajo un cielo sin estrellas. Una manta de hollín es lo único que se atisba en el horizonte, tras una empinada sierra de gargantas negras. Los humos de la guerra trascienden lo que sus ojos ven y lo que su imaginación puede enhebrar. El desastre es vasto. Tremendo. Inimaginable. De pronto, la tierra se convirtió en el mundo engendrado por un corazón enloquecido, el paraíso de los dioses del odio. No había quedado un solo árbol en pie, ni un lugar con recuerdos frente al cual detenerse una última vez, para decir adiós. Sólo una enorme pila de cadáveres ardiendo en el silencio que les deja el olvido. Sólo eso, y un niño abriéndose paso, lentamente, a través de las entrañas de la desolación.