sábado, 23 de octubre de 2010

Homunculo

Un homúnculo se crea con tierra del patíbulo y esperma de algún condenado. Primero, el alquimista prepara un útero de barro con suelo no consagrado, y después descompone de su muestra el material humano, para tomar de ella sólo lo  que es esencial. Discrimina con cuidado los componentes, de tal manera que la criatura sea siempre un ser humano incompleto, condenado a servir a los hombres. Y allí donde falta el huevo de la madre, el artesano introduce una semilla de mandrágora. Entonces, reordena las cadenas de existencia de la planta y el hombre, y las combina para que formen un nuevo sintagma. El proceso dura dos tercios de la gestación de un ser humano, y no es muy complicado. No hasta que la criatura nace y comienza a preguntar por su padre.
El alquimista nunca es el progenitor. Su papel es más como el del hechicero necrófago, que intenta reanimar lo destinado a dormirse. A diferencia del golem, el homúnculo es inteligente y, en muchos respectos, superior al ser humano. Sin embargo, es ambiguo en su estructura, pues su alma ha sido introducida a la fuerza en una entidad corpórea que no está preparada para recibirla.  Con todo, hay en él un indeleble rastro de humanidad. El homúnculo tiene una sed imperiosa por sus orígenes, y no descansará hasta encontrarlos. Tampoco tiene un nombre primigenio. Por eso, sólo obedece a sí mismo, al menos hasta el momento en que es bautizado y sometido a los deseos y proyectos de aquel que lo rescató de entre los muertos.

domingo, 17 de octubre de 2010

Treinta y Tres Cuentos de Hadas

El interés masivo en el rescate de Los Treinta y Tres de Atacama sugiere muchas cosas: (i) que el morbo de la población es insaciable, (ii) que Chile, más que con el mar, tiene muchas deudas pendientes con su suelo, (iii) que The Truman Show es profética, o, (iv) que unas supuestas fuerzas oscuras del catolocismo conservador orquestaron una tragedia con matices simbólicos, o, (v) que, pese a que Dios en verdad es misterioso, sus caminos torcidos siempre acaban bien. 

Más allá de si una o más de una de las proposiciones es o no fruto del delirio personal o colectivo, el rescate de los mineros, el tremendo despliegue periodístico involucrado, el interés suscitado en el mundo y todo lo demás, vino a poner sobre la mesa, a mi parecer, un punto clave para quien escribe fantasía: la necesidad imperiosa y tan innegablemente humana del final feliz.
Dejando de lado el corrosivo cinismo del mundo contemporáneo, reflejado hasta el cansancio en todos los medios de expresión, muy en el fondo, a todos nos gusta pensar que es posible que las cosas terminen bien. A pesar de que hoy es políticamente correcto, por ejemplo, escribir libros con finales abiertos, que no dejen cabos atados, o que abrirse a la posibilidad que la vida tiene matices (porque de que los tiene, los tiene), cuestionar el absolutismo del Bien (o del Mal), hay una pequeña recámara en nuestro, muchas veces, malogrado corazón, que anhela eso que Tolkien llamara la eucatástrofe: el giro inesperado que se opone a la derrota universal, y que, en el contexto de los cuentos de hadas ha sido tan duramente cuestionado por la aparente realidad. Cada uno de esos hombres es un golpe en la cara al pesimismo del mundo de hoy, y eso la gente común lo sabe. Por eso, se pegó como mosca a la pantalla del televisor. Estamos ávidos de grandes alegrías. Que lástima, eso si, que no seamos capaces de buscarlas en otro sitio que no sea la caja maldita. Hay mucho en la vida por lo cual sentirnos menos miserables.

jueves, 14 de octubre de 2010

FILSA & Fantasía Austral

El próximo 30 de Octubre al medio día en la sala Nemesio Antunez del Centro Cultural Estación Mapocho, se llevará a cabo el re-lanzamiento de Schmetterlinge. La invitación está cursada desde ya, para todos aquellos que no pudieron ir al evento de marzo pasado. La presentación estará a cargo de dos escritores, el primero de ellos Armando Rosselot (Te llamarás Konnalef, Forja, 2009). Recuerden que voy a estar firmando ejemplares. Vayan. Podrían encontrarse con más de una sorpresa.

En otro ámbito, fieles al dicho, Javier Maldonado y yo hemos unido fuerzas y hemos creado el blog colectivo Fantasía Austral, el cual ya ha sido definido por Alberto Rojas como "una cantera de fantasía épica"  Así que ya saben: si les gusta la fantasía de capa y espada, tienen un proyecto literario en esa u otra línea semejante, no duden en visitar este espacio y recomendarlo a sus amigos.  Los invito a darse una vuelta por el blog y, si quieren unirse al proyecto, a escribirnos a fantasiaustral@gmail.com. Todos son bienvenidos. Tenemos que ser legión.


lunes, 4 de octubre de 2010

La Encina del Ahorcado (Fragmento)

Tragedy, by hrcM

La noticia de que un duelo tendría lugar en la Encina del Ahorcado corrió como reguero de pólvora en cada rincón de Melnor. Esto, desde luego, no se debía a que a alguien pudieran importarle las rencillas de dos niños del barrio alto, sino al lugar mismo en el que se suscitarían los hechos. La Encina del Ahorcado tenía una reputación siniestra, que iba mucho más allá del mero nombre. En otro tiempo, había sido escenario de los más espantosos eventos.

Una mañana de invierno, un joven pintor había subido hasta el mirador para hacer algunos bocetos de los terrenos que se abrían hacia el sur de la isla. Entonces, una vez que se instaló cómodamente a los pies de una añosa y frondosa encina que allí había, vio que una bota colgaba justo por encima de su cabeza. Al alzar la vista, tieso y teñido de azul, estaba el cadáver del viejo Abelardo Monlard, el molinero del pueblo, colgando firmemente de la rama más alta y resistente del tronco.

El alcaide y sus hombres no tardaron en aislar la escena del hallazgo. Se puso a un guardia a cada flanco del cerro, para evitar que los curiosos se inmiscuyeran y entorpecieran la investigación. Sin embargo, no bien corrió la terrible noticia (pues el señor Monlard era muy querido en la vecindad), el cerro se llenó de una multitud horrorizada, que quería ver al fiambre con sus propios ojos. Simplemente se rehusaban a creerlo. Un viejecillo tan apacible, cansino y venerable como él… ¿Por qué? ¿Qué oscuros secretos podía esconder aquella mirada gélida, de un celeste polar, que siempre lucía más ligera y libre que el viento?

Las malas lenguas no tardaron en hacer notar sus apreciaciones. Hubo rumores sobre su esposa, un hijo no reconocido, deudas y tratos con prestamistas abusivos a causa del juego. A falta de otras pistas a las cuales ampararse los conspiradores de siempre acabaron sosteniendo que Abelardo Monlard se había visto forzado a acabar sus días para huir de las presiones de la mafia que operaba secretamente en Grendel, un pueblo del norte de la isla que él visitaba mucho y del que se decían toda clase de cosas.

Sin embargo, la tesis del suicidio dejó una multitud de cabos desatados. En primer lugar, no se había encontrado un taburete bajo el occiso, ni ningún dispositivo que le hubiera permitido ponerse de pie antes de echarse el lazo al cuello. Por otra parte, cuando los hombres del alcaide examinaron el cadáver, descubrieron que, sobre la marca de la soga, había otra mucho más tenue: un corte fino, hecho con maestría, abriendo un surco en la arteria yugular de la víctima. Estaba claro. El hombre había muerto desangrado, probablemente en un lugar lejano a la encina —tal vez en su propia casa—, y había sido llevado al cerro y colgado con posterioridad. Eso explicaba las discordancias en la data de muerte y el hecho incomprensible de una precipitada acción autodestructiva.

Hubo mucho que decir respecto a la muerte del viejo y querido señor Monlard. Como de costumbre, las posadas de los alrededores tuvieron su tiempo de bonanza gracias a la tragedia. En la venta de Un Clavo saca Otro Clavo, por ejemplo, se vendieron toneles y toneles de cerveza. Los viernes, el local organizaba una competición de conspiradores, todos los cuales, por supuesto, bebían y comentaban una y otra vez los pormenores de la muerte del molinero. La mejor historia o la teoría más sugestiva, se llevaba de premio un enorme barril de cerveza, un enorme trozo de carne, o la invitación de la casa a una suculenta cena familiar.

Pronto la conmoción pasó y todos olvidaron al simpático anciano de los ojos polares. Las especulaciones cesaron, dejando una historia muy retorcida detrás, y todos volvieron a sus ocupaciones habituales.

Así fue, hasta el incidente en el camino del juncal.

Por causa o azar, el mismo pintor que hubiera descubierto el cadáver del señor Monlard, venía una tarde avanzando hacia Melnor por la vieja entrada, atravesando una landa de pastos altos y juncos que se perdían en la distancia. Era una tarde serena. La luz iba en declive, pero aún estaba lo suficientemente claro para tomar un par de notas sobre el paisaje. El artista hizo unos trazos rápidos del juncal. No le importaba demasiado y, de todas maneras, sólo se trataba de un montón de pasto, muy fácil de improvisar después. Por el contrario, dedicó su atención a la tétrica y destartalada figura del molino de viento que se recortaba contra el fondo.

De pronto, el hombre oyó un quejido en la distancia. Al principio, sonó como el grito de una mujer de edad, la queja de alguien que llora, ahogándose en la desesperación, o el áspero sonido de un aspa oxidada. Dejando de inmediato sus utensilios a un lado, el dibujante alzó la vista e inmediatamente centró su atención en la techumbre del molino. Las alas habían empezado a girar de manera errática, primero en sentido del reloj y luego al revés, al compás de un viento imperceptible.

Entonces, mientras, azorado y presa de la fascinación, el testigo contemplaba la danza fantasmal del monumental esqueleto y uno recuerdo de la potestad de Abelardo Monlard, un resplandor verdoso y amarillo emanó desde el fondo del juncal, encendiendo llamas que ardían sin consumirse, trazando en medio del perímetro la forma de un hombre ahorcado en un árbol.

Aquella noche, la historia interminable había regresado. Estaba más claro que nunca. Abelardo Monlard estaba pateando con fuerza la tapa de la tumba.

EDdE, Cp 2 Duelo en la Encina del Ahorcado

domingo, 3 de octubre de 2010

Las Cloacas de Locknor (Fragmento)

Sewer, by VanderHuge (deviantart)
Echaron un rápido vistazo a cada una de las cinco alternativas que tenían al frente: todos los caminos se veían igualmente sucios y poco confiables, siniestros y desagradables al olfato. Sin embargo, el único de ellos que les permitía seguir avanzando era el del medio. Los cuatro adyacentes acababan rápidamente en paredes cubiertas de algas, limos y colonias de hongos, en depósitos de excrecencias y súbitas caídas que llevaban a viejos canales en desuso.

A poco andar, los mellizos descubrieron que sería imposible seguir sin ensuciarse. Tras atravesar el corredor, salieron a un espacio abierto sobre el cual flotaba una densa nube de amoniaco mezclado con otras pestilencias. Entre arcadas, Alanis alzó la vista y descubrió un sinnúmero de escotillas que se abrían desde las paredes, flanqueadas por faroles que exhalaban tétricas luces verdes y amarillas, encapsuladas en frascos de granalita . Las aberturas vomitaban continuamente el flujo de inmundicia que circulaba por los canales subterráneos de cada uno de los hogares de Locknor, transportando los desechos de herreros, peones, diplomáticos y gobernadores, formando una laguna repugnante. La única posibilidad de llegar al otro lado de aquella suerte de anfiteatro era a través del cenagal artificial que se había formado tras años y años de desperdicios humanos.

—No esperes que ponga un pie en esa cosa—dijo Maranie.

Alanis no tuvo más remedio que cargar a su hermana sobre sus hombros. Después de comprobar la profundidad del depósito —el agua le llegó hasta un poco más arriba de las rodillas—, se inclinó en el borde de la alberca, con ambas manos hacia atrás, para recibir a la joven, que se abrazó firmemente a su cuello. Después, no sin cierta dificultad, descendió hasta tocar fondo, se armó de fuerza y paciencia y siguió adelante, aunque a paso de tortuga. Pese a que Maranie era ligera como una sílfide, la peste de cien años que reinaba en el lugar intervenía continuamente con la tarea. Los constantes accesos de náusea lo hacían trastabillar. El miedo siempre presente de encontrar un súbito descenso en el trazado del terreno entorpecía cada uno de sus intentos por ir más allá. Pronto, la falta de aire fresco también comenzó a jugarle en contra. Cada vez que se desviaba para uno u otro lado, veía llamas que engendraban pesadillas y rostros fantasmales en los rincones más oscuros. Casi creía que podía escuchar las voces de espíritus penitentes, llamándolo por un nombre que no era el suyo, pero que le pertenecía tanto como su Destino.

Al fin, llegaron hasta el otro extremo de la alberca. Allí, después de dejar a la muchacha en un lugar seguro, Alanis se rindió ante la sombra de una puerta cerrada.

EdDE I, Cp. IX La Reliquia del Viejo Monasterio