Otro fragmento de la novela de fantasía. Acaba de salir del horno. Absultamente inesperado.
Uno debería prestar más atención a los consejos que recibe, sobre todo si son gratuitos. El orgullo es un mal compañero de viaje. Causa más problemas de los que resuelve. Lo suyo es un talento para hacer que los diques sean más profundos e infranqueables. Hay que pensarlo dos veces antes de invitarlo a dar un paseo.
En ese caso, Alanor era afortunado. No era orgulloso (aunque sí muy obstinado, y de ideas fijas), ni estaba en su vena serlo muy a menudo. Y sin embargo se había metido en un tremendo lío. Estaba perdido en medio de un paso en las montañas, muerto de frío y con pocas provisiones, sospechando que la muerte lo encontraría antes de que dejara de culparse por no haber escuchado a su padre y haberse echado un mapa en la mochila.
Hasta el medio día del día de ayer, la medida le había parecido sensata y se había felicitado enormemente por ella. Después de todo —ese era su razonamiento—, no había un mejor mapa que el camino mismo. Saber precisamente a dónde ir, a dónde doblar y (lo más importante) hacia donde no ir, le quitaba todo el chiste al asunto aquel de marcharse de casa a viajar por el mundo. De hecho, Alanor no podía explicarse qué habían podido ver sus antepasados en una ruta que otros, más antiguos, habían trazado para ellos. Él quería ser el primero en una larga sucesión de abuelos, tíos, primos y hermanos mayores demases, en hacerse al mundo por sus propios medios y por dónde se le diese.
En ese sentido, el incidente del ladronzuelo kobold jugó un rol inestimable en el cumplimiento de sus más fervientes deseos. Todo había comenzado cuando se sentó a un lado del sendero para engullir su frugal ración del medio día.
Había entrado en las tierras altas que se adentraban en la sierra. Quizás, de haber encontrado una calzada que ascendiese hasta los picos más elevados, habría podido pararse en un sitial sobre las nubes y haber observado las diminutas casitas de Melnor, y también el mar. De hecho, antes de desenvolver aquel suculento pan de queso con jamón —un bocadillo infaltable en el repertorio del viajero feliz diseñado por su madre—, había recordado que estaba en territorio de los Enanos. Era probable que eso que se veía como una grieta en la cornisa fuese en realidad una avenida ascendente que lo llevaría hasta los promontorios. Sin embargo, miró con cara de pocos amigos los destellos blancos que moraban en las alturas. Acto seguido, sintió la repentina necesidad de estornudar, aún cuando no estaba enfermo.
El ataque de estornudos lo tuvo ocupado un buen rato. A estas alturas, resulta importante clarificar que Alanor era alérgico, o que al menos estaba absolutamente convencido de serlo. Como quiera que fuese, aquella baja de guardia le bastó a aquella artera criatura para reptar entre las grietas, alcanzar la superficie de un salto y estirar la mano. Cuando el joven viajero dejó de sacudirse y volvió a recordar su ración de comida, una criatura a medio camino entre un hurón y un goblin estaba parada sobre una roca, riéndose de él. El kobold, cuyo gorro de lana con orejeras era el rasgo más sobresaliente de su precaria vestimenta, se había echado el sayo de su pobre víctima al hombro. Con comida y todo, desde luego.
—¡Vuelve acá!—exclamó Alanor, desenvainando una mellada espada de factura no muy noble, pero sí bastante amedrentadora.
Como era de esperar, el kobold no entendía ni había entendido jamás el lenguaje de los humanos. En términos prácticos, esto significó que la criatura escaló hacia las cornisas tan pronto vio que su ojo de ámbar estaba reflejado en la pálida hoja a la luz del sol.
Uno debería prestar más atención a los consejos que recibe, sobre todo si son gratuitos. El orgullo es un mal compañero de viaje. Causa más problemas de los que resuelve. Lo suyo es un talento para hacer que los diques sean más profundos e infranqueables. Hay que pensarlo dos veces antes de invitarlo a dar un paseo.
En ese caso, Alanor era afortunado. No era orgulloso (aunque sí muy obstinado, y de ideas fijas), ni estaba en su vena serlo muy a menudo. Y sin embargo se había metido en un tremendo lío. Estaba perdido en medio de un paso en las montañas, muerto de frío y con pocas provisiones, sospechando que la muerte lo encontraría antes de que dejara de culparse por no haber escuchado a su padre y haberse echado un mapa en la mochila.
Hasta el medio día del día de ayer, la medida le había parecido sensata y se había felicitado enormemente por ella. Después de todo —ese era su razonamiento—, no había un mejor mapa que el camino mismo. Saber precisamente a dónde ir, a dónde doblar y (lo más importante) hacia donde no ir, le quitaba todo el chiste al asunto aquel de marcharse de casa a viajar por el mundo. De hecho, Alanor no podía explicarse qué habían podido ver sus antepasados en una ruta que otros, más antiguos, habían trazado para ellos. Él quería ser el primero en una larga sucesión de abuelos, tíos, primos y hermanos mayores demases, en hacerse al mundo por sus propios medios y por dónde se le diese.
En ese sentido, el incidente del ladronzuelo kobold jugó un rol inestimable en el cumplimiento de sus más fervientes deseos. Todo había comenzado cuando se sentó a un lado del sendero para engullir su frugal ración del medio día.
Había entrado en las tierras altas que se adentraban en la sierra. Quizás, de haber encontrado una calzada que ascendiese hasta los picos más elevados, habría podido pararse en un sitial sobre las nubes y haber observado las diminutas casitas de Melnor, y también el mar. De hecho, antes de desenvolver aquel suculento pan de queso con jamón —un bocadillo infaltable en el repertorio del viajero feliz diseñado por su madre—, había recordado que estaba en territorio de los Enanos. Era probable que eso que se veía como una grieta en la cornisa fuese en realidad una avenida ascendente que lo llevaría hasta los promontorios. Sin embargo, miró con cara de pocos amigos los destellos blancos que moraban en las alturas. Acto seguido, sintió la repentina necesidad de estornudar, aún cuando no estaba enfermo.
El ataque de estornudos lo tuvo ocupado un buen rato. A estas alturas, resulta importante clarificar que Alanor era alérgico, o que al menos estaba absolutamente convencido de serlo. Como quiera que fuese, aquella baja de guardia le bastó a aquella artera criatura para reptar entre las grietas, alcanzar la superficie de un salto y estirar la mano. Cuando el joven viajero dejó de sacudirse y volvió a recordar su ración de comida, una criatura a medio camino entre un hurón y un goblin estaba parada sobre una roca, riéndose de él. El kobold, cuyo gorro de lana con orejeras era el rasgo más sobresaliente de su precaria vestimenta, se había echado el sayo de su pobre víctima al hombro. Con comida y todo, desde luego.
—¡Vuelve acá!—exclamó Alanor, desenvainando una mellada espada de factura no muy noble, pero sí bastante amedrentadora.
Como era de esperar, el kobold no entendía ni había entendido jamás el lenguaje de los humanos. En términos prácticos, esto significó que la criatura escaló hacia las cornisas tan pronto vio que su ojo de ámbar estaba reflejado en la pálida hoja a la luz del sol.