La noticia de que un duelo tendría lugar en la Encina del Ahorcado corrió como reguero de pólvora en cada rincón de Melnor. Esto, desde luego, no se debía a que a alguien pudieran importarle las rencillas de dos niños del barrio alto, sino al lugar mismo en el que se suscitarían los hechos. La Encina del Ahorcado tenía una reputación siniestra, que iba mucho más allá del mero nombre. En otro tiempo, había sido escenario de los más espantosos eventos.
Una mañana de invierno, un joven pintor había subido hasta el mirador para hacer algunos bocetos de los terrenos que se abrían hacia el sur de la isla. Entonces, una vez que se instaló cómodamente a los pies de una añosa y frondosa encina que allí había, vio que una bota colgaba justo por encima de su cabeza. Al alzar la vista, tieso y teñido de azul, estaba el cadáver del viejo Abelardo Monlard, el molinero del pueblo, colgando firmemente de la rama más alta y resistente del tronco.
El alcaide y sus hombres no tardaron en aislar la escena del hallazgo. Se puso a un guardia a cada flanco del cerro, para evitar que los curiosos se inmiscuyeran y entorpecieran la investigación. Sin embargo, no bien corrió la terrible noticia (pues el señor Monlard era muy querido en la vecindad), el cerro se llenó de una multitud horrorizada, que quería ver al fiambre con sus propios ojos. Simplemente se rehusaban a creerlo. Un viejecillo tan apacible, cansino y venerable como él… ¿Por qué? ¿Qué oscuros secretos podía esconder aquella mirada gélida, de un celeste polar, que siempre lucía más ligera y libre que el viento?
Las malas lenguas no tardaron en hacer notar sus apreciaciones. Hubo rumores sobre su esposa, un hijo no reconocido, deudas y tratos con prestamistas abusivos a causa del juego. A falta de otras pistas a las cuales ampararse los conspiradores de siempre acabaron sosteniendo que Abelardo Monlard se había visto forzado a acabar sus días para huir de las presiones de la mafia que operaba secretamente en Grendel, un pueblo del norte de la isla que él visitaba mucho y del que se decían toda clase de cosas.
Sin embargo, la tesis del suicidio dejó una multitud de cabos desatados. En primer lugar, no se había encontrado un taburete bajo el occiso, ni ningún dispositivo que le hubiera permitido ponerse de pie antes de echarse el lazo al cuello. Por otra parte, cuando los hombres del alcaide examinaron el cadáver, descubrieron que, sobre la marca de la soga, había otra mucho más tenue: un corte fino, hecho con maestría, abriendo un surco en la arteria yugular de la víctima. Estaba claro. El hombre había muerto desangrado, probablemente en un lugar lejano a la encina —tal vez en su propia casa—, y había sido llevado al cerro y colgado con posterioridad. Eso explicaba las discordancias en la data de muerte y el hecho incomprensible de una precipitada acción autodestructiva.
Hubo mucho que decir respecto a la muerte del viejo y querido señor Monlard. Como de costumbre, las posadas de los alrededores tuvieron su tiempo de bonanza gracias a la tragedia. En la venta de Un Clavo saca Otro Clavo, por ejemplo, se vendieron toneles y toneles de cerveza. Los viernes, el local organizaba una competición de conspiradores, todos los cuales, por supuesto, bebían y comentaban una y otra vez los pormenores de la muerte del molinero. La mejor historia o la teoría más sugestiva, se llevaba de premio un enorme barril de cerveza, un enorme trozo de carne, o la invitación de la casa a una suculenta cena familiar.
Pronto la conmoción pasó y todos olvidaron al simpático anciano de los ojos polares. Las especulaciones cesaron, dejando una historia muy retorcida detrás, y todos volvieron a sus ocupaciones habituales.
Así fue, hasta el incidente en el camino del juncal.
Por causa o azar, el mismo pintor que hubiera descubierto el cadáver del señor Monlard, venía una tarde avanzando hacia Melnor por la vieja entrada, atravesando una landa de pastos altos y juncos que se perdían en la distancia. Era una tarde serena. La luz iba en declive, pero aún estaba lo suficientemente claro para tomar un par de notas sobre el paisaje. El artista hizo unos trazos rápidos del juncal. No le importaba demasiado y, de todas maneras, sólo se trataba de un montón de pasto, muy fácil de improvisar después. Por el contrario, dedicó su atención a la tétrica y destartalada figura del molino de viento que se recortaba contra el fondo.
De pronto, el hombre oyó un quejido en la distancia. Al principio, sonó como el grito de una mujer de edad, la queja de alguien que llora, ahogándose en la desesperación, o el áspero sonido de un aspa oxidada. Dejando de inmediato sus utensilios a un lado, el dibujante alzó la vista e inmediatamente centró su atención en la techumbre del molino. Las alas habían empezado a girar de manera errática, primero en sentido del reloj y luego al revés, al compás de un viento imperceptible.
Entonces, mientras, azorado y presa de la fascinación, el testigo contemplaba la danza fantasmal del monumental esqueleto y uno recuerdo de la potestad de Abelardo Monlard, un resplandor verdoso y amarillo emanó desde el fondo del juncal, encendiendo llamas que ardían sin consumirse, trazando en medio del perímetro la forma de un hombre ahorcado en un árbol.
Aquella noche, la historia interminable había regresado. Estaba más claro que nunca. Abelardo Monlard estaba pateando con fuerza la tapa de la tumba.
EDdE, Cp 2 Duelo en la Encina del Ahorcado