domingo, 29 de noviembre de 2009

Mala Luz


Willabeth, by Fhrankee

Un fragmento más del turbio cuento de hadas que ha estado cocinándose en mi cabeza durante estas semanas.

Mala Luz era una joven menuda y hermosa. Su piel, blanca y lechosa como el empedrado de estrellas que coronaba el reino, olía a frutillas y a nísperos jugosos. Era una niña pequeña de talla, de miembros ágiles y mirada presta. Había mucho de un hada salvaje en sus movimientos, en su ropa ligera y en sus ojos indómitos. El semblante era áspero, como hojas de otoño crujiendo bajo el pie, pero agudo como ojo de lince. Era, a su manera, la reina de toda esa comarca. Quizás —sólo quizás— no había otra mujer que fuera absolutamente inmune a las lisonjas y fatuas pretensiones de las Luciérnagas.

Un domingo de fiesta, meses después de la desaparición de Canassin, decidió que saldría a pasear con aquel vestido de linos invernales. Como un terso eco de la última estación, era fresco y agradable para caminar en los albores de la primavera. A Mala Luz le encantaba detenerse a observar con disimulada atención el efecto que sus ropas causaban en quienes se detenían a mirarla. Si había algo que causaba placer a la niña era imaginarse a sí misma como una aparición hermosa y terrible, fascinante y horrible a la vez. Una vez, cuando niña, había oído hablar de los fuegos fatuos, aquellas almas traviesas que pululaban en las fétidas landas del otro lado de Linde, cerca del río. La leyenda decía que eran despojos errantes de humanidad, niños sin bautismo cuyo horror natal los había alejado de la piedad del paraíso, doncellas suicidas, príncipes ilusos ahogados en quimeras y viajeros incautos. A ella le gustaba imaginar que era una de aquellas tétricas emanaciones de hastío, fantasma nacido para extraviar y jamás ser extraviada. Y muchos se habían perdido por ella. El embrujo de la Mala Luz era de sobra conocido por las comadres de toda la comarca. A todo viajero se le ponía siempre a buen recaudo de sus terribles encantos.

viernes, 27 de noviembre de 2009

Comentario: Kalfukura, de Jorge Baradit


Los intercambios que he tenido con Jorge Baradit se resumen a un encuentro fortuito en un café de Pedro de Valdivia, dos twitteos y uno que otro post en su blog. No fui al lanzamiento de la banda sonora de Synco, ni sigo sus podcasts. Con suerte, tenemos a una persona en común, que para él es amigo y para mí profesor. Sin embargo, estando él al a un extremo generacional y yo a otro, siento una poderosa comunión con sus ideas, con lo que escribe, y con lo que quiere hacer. Una vez, recuerdo haberle leído que era hora de terminar con el sacrilegio mitológico de Icarito. Nada menos cierto. En primera instancia, Kalfukura es eso: es la Piedra Azul que rasga el velo de sopor que nos ha cerrado los ojos frente a lo fantástico durante décadas. Baradit mismo es la punta de esa lanza, abriendo paso, despertando los viejos poderes, y desterrando el pintoresco prejuicio sobre la mitología y la magia de los pueblos como un mero accesorio o pretexto para que no nos sintamos tan vacíos.

La prosa de Baradit es rica en imágenes, derrocha lenguaje con la profusión que a veces uno añora en secreto, y sirve gentilmente a una narración que se escurre como un torrente de hormigas en las venas de la tierra. La historia de Leonardo Caspana (historia que ya hemos oído tantas veces) se escurre desde Arica a la Antártica, del la punta al pie, y del pie al centro, en poco más de 170 páginas. Los proyectiles del autor son precisos en carga y propósito, aunque a veces la narración se vuelve precipitada, descuidada y confusa: el libro termina demasiado rápido. Más allá de la intención del autor, eso a veces empaña una prosa chispeante e inspiradora. Kalfukura está lleno de imágenes que se graban en la piel de la mente, y que dejan una estela de resina en la epidermis recién quemada. El Sueño del Anciano, cuyo fruto (más que residuo) es la Kalfukura, es la piedra fundacional de todos los intentos que hagamos por ejercer nuestro derecho de refundar los mitos de aquello que nos es más amado y querido. Hay tanto bueno en este libro que ir paso a paso nos tomaría 500 años, y entonces quizás de nuevo los Españoles nos tomarían por sorpresa.

Sin embargo, el libro es, a mi juicio, débil en ciertos aspectos. Creo que Baradit ha demostrado ya (con la maestría que se alaba) que es un buen discípulo de Joseph Campbell. El monomito es para él un tema recurrente, y una fuente inagotable de recursos e historias tan electrizantes y atractivas como las que ya ha publicado. Sin embargo, por efecto colateral del esqueleto que sostiene sus historias, los personajes se vuelven planos y carentes de vida propia. El arquetipo brilla demasiado sobre la mente individual, sobre la circunstancia particular, y sobre el color único de cada ser humano y cada ser mágico. Leonardo es el héroe en ascenso, Melinao el héroe caído que resurge desde el miasma de la vergüenza, y la Clarita es la presea que el mal de garras negras quiere devorar. Yo tenía expectativas más altas al respeto. En ocasiones, los diálogos hacen que la prosa se destiña, que la historia cojee, y que todos sepan para donde va la micro. Tal vez el talón de Aquiles de Kalfukura, en lo que a mí respecta, es que es absolutamente predecible. Sin embargo, tomando en cuenta lo que el libro es, algo así era esperable. Es más: creo que las virtudes del conjunto demandan que las faltas se mencionen sólo por una deuda de honestidad con el autor.

Baradit quizás debe jugar un poco más con su estructura narrativa de elección. El talento para seguir sorprendiéndonos no le falta. Prueba de esto es su asquerosa, repugnante, nauseabunda y sin embargo envidiable visión de los conquistadores. Don Diego y don Pedro son personajes literalmente entrañables en su maldad y miserable existencia intermedia. Dan pena, dan asco, y sus diatribas y griteríos fanáticos sobre el Reyno nos dejan a todos mirando con desconfianza hacia las cloacas de Santiago. La toma de la capital es lejos lo mejor del libro. Allí vemos al Baradit de imaginación delirante, con su precisión de francotirador avezado. Eso queremos seguir viendo más adelante.

Jorge Baradit, pudo ser mejor (siempre se puede) pero lo que hiciste no nos ha dejado indiferentes. Gracias por abrirnos las puertas a los que venimos. Gracias, también, por un libro entretenido, rico en efectos visuales e imágenes poderosas. Eso no nos va a dejar con un pie en el pantano del Nobel, pero a quién le importa. Como dice Francisco Ortega en la contratapa del libro, tú construyes mundos. Aquí hay otro y otros en la misma parada, así que siéntete feliz. Los días de la perversión mitológica de Icarito están contados.

lunes, 23 de noviembre de 2009

La Luciérnaga


Fairy-tale Endings, by scarlet-dragonchild

Que los cuentos de hadas son cosas de niños es una idea de años pretéritos que tiene que morir ya. Para combatir esa enfermedad intelectual y vital del ser humano, los dejo con las líneas que abren mi próxima novela: un cuento de hadas de vieja escuela, turbio, oscuro, inquietante y extraño. La imagen elegida (terrible) acompaña plenamente el espíritu de esta tétrica historia de fuegos fatuos y linternas fantasmales.


Había una vez un hombre joven y de hermosa apostura que pertenecía al Gremio de las Luciérnagas. Era un artesano hábil y de renombrado talento para forjar ornamentos en hierro y metales preciosos. Tenía una mano firme y audaz, que, si bien era voluminosa y varonil, no estaba exenta de la gracia del artista; a pesar de su tamaño, era capaz de proezas extraordinarias con las herramientas de la forja y los delicados instrumentos con los que revestía de vida hasta al más tosco pedazo de hojalata. Cada una de sus creaciones era por sí misma una obra de arte, aunque una obra de arte incompleta hasta que una llama la coronaba con su luz. Ninguno de sus candelabros, lamparillas o linternas estaba vivo hasta infundirse del espíritu ajeno que viniera a llenar el sombrío habitáculo de metal que cobijaba el corazón del artefacto. Maestro como era en su arte, el vendedor de lámparas era incapaz de encender una llama a la mera orden de sus designios.

La fama de este hombre, sin embargo, trascendía lo meramente artesanal. Era, fiel a la marca de su gremio, un genio de las luces y los trucos. Sabía mentir muy bien y la mentira en si misma se le daba con la elegancia suficiente para transmitir el brillo de sus propias creaciones a la penetrante fuente de cristal de su mirada. Así, a medio camino entre la plaza, la herrería y su propio taller, el vendedor de lámparas acaparaba miradas y suspiros. Toda niña en la que el fijaba o estuviera destinado a fijar su atención, sabía (acaso, desde el misterioso instante de su concepción) que estaba condenada a errar en los enceguecedores parajes de sus encantos y promesas. En su voz había algo de mando, y, no obstante, de delicadeza. El encanto que producía cada uno de los sonidos que acompañaba a su respiración profunda y lozana era como el resplandor enceguecedor del sol, el fuego que atraía al corazón y que luego, en un abrir y cerrar de ojos, carbonizaba hasta el último resquicio de alma. Tal era el cuadro general que un viajero cualquiera habría podido oír de este hombre en una venta de los alrededores o una posada de los caminos circundantes. Donde él ponía el ojo, ahí ardía la llama. Y, una vez que el daño estaba hecho, ya no había nada más que hacer, salvo encender velas a la orilla del río, y rogar por las almas de las pobres doncellas que habían sucumbido a sus encantos.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Antepasados





Anoche terminaba de aplicar los cambios resultantes del proceso de edición y me encontré con este pequeño fragmento, que, por cierto, me gusta mucho. La fotografía es del mismo lugar al que se alude en la narración. Algunos lectores quizás lo reconozcan. La otra semana, si Dios quiere, la cita es con la primera editorial que nos abra las puertas.

El Cementerio Alemán de Osorno era el sitio más bello y más triste que Martina grabó en la memoria de su primera infancia. Era como un bosque de sauces llorones: lánguido, melancólico, afligido y sereno a la vez. Y pese a que no era antiguo en sí mismo (por el tiempo que llevaba allí), uno podía advertir un dejo de verdadera ancianidad en sus rincones. No en la tierra misma, ni dentro de los ataúdes sellados. Los huesos de los mausoleos, el yeso de las estatuas, las lozas y piedras entre los matorrales estaban forjados por una sustancia de años añejos. Allí podían oírse todavía las voces de los Primeros, de aquellos que habían venido de Lejos. Martina no era lo suficientemente grande para haber entendido la magnificencia del recuerdo de sus antepasados. Sin embargo, había en ella lo suficiente de ella misma para que se sintiera recogida ante el testimonio silente de la casi eterna sucesión de piedras y flores que pasaba frente a sus ojos. Del miedo que había sentido en algún momento sólo quedaba una rendida y respetuosa admiración.

Schmetterlinge, cap. IX "Un Jardín de Flores Añejas"