jueves, 18 de noviembre de 2010

El Cascarón Roto

Comencé este blog hace más o menos un año, con el sueño de ver publicada mi primera novela. Hoy, ese sueño está cumplido; días atrás, tuve la oportunidad de entrar a la FILSA sin pagar entrada, de sentarme en el stand de mi editorial a la espera de simpatizar con algún comprador indeciso. 

Pese a que no tuve la oportunidad de firmar muchos ejemplares, el objetivo se cumplió Estuve allí. Di el puntapié inicial a mi carrera de escritor y fue maravilloso. Martina Kemling hoy revolotea en la imaginación de unos cuarenta lectores. Y eso, aunque modesto, es fantástico. El Huevo Mundano fue, durante el corto tiempo de gestación de aquel milagro, la crisálida que albergó el sueño de esa niña soñadora.

Pero también fue mi Última Morada: una especie de mezcla entre Rivendel y los Puertos Grises. Aquí experimenté, crecí con las ideas y comentarios de mis pocos lectores, y me gané una pequeña cuota de respeto en el saturado mundo de los blogs. Aquí descubrí que el camino está en hacer una profunda reverencia frente a la tumba de Tolkien (tarea pendiente para mis, si Dios quiere, días de post-grado) y seguir marcando el paso hacia un nuevo lenguaje, una nueva visión de la fantasía, y un millar de historias.

Los que me conocen saben que tengo una obsesión radical por deshacerme de la tiranía de los lugares comunes. 

Esa postura venía forjándose desde hace algunos años. Pero fue aquí, en mi crisálida personal, donde tomó su forma definitiva. El Huevo Mundano fue mi monomito, mi viaje heroico, mi búsqueda propia por un nombre verdadero. Por eso le rindo honores y me despido de él como se lo merece.

Mi partida del Huevo significa también una despedida de la fantasía heroica pura. Una vez, hace casi diez años, el género me inspiró para convertirme en lo que soy: un casi adulto joven, peludo, un poco gordo (aunque estoy a dieta), que se pasea por los recovecos de una literatura en lengua extraña, anhelando tener una cátedra universitaria y tiempo para escribir sus libros.

Sin embargo, el género hoy me satura, me aburre, me llena de insatisfacción, no porque sea pueril ni porque carezca de lo que hace a algo digno de ser leído. Todo lo contrario: si lo abandono, es para buscar más, para rendirle tributo y hacerla más grande, más hermosa e imaginativa.

Mi partida del Huevo coincide con el hallazgo del steampunk como un nuevo lenguaje para comunicar mis ideas sobre lo fantástico. Seguiré hablando de hadas, dioses, elfos y dragones, pero envuelto en una densa nube de vapor saturado. Los últimos posts que dejo en ésta, vuestra humilde casa de descanso, marcan mi nuevo camino a seguir.

Los espero en http://mundosavapor.blogspot.com , mi nueva casa. Allí le daremos al Huevo la continuación que se merece. Un abrazo a todos,

EMILIO.
  

jueves, 11 de noviembre de 2010

La Hiladora

La  Hiladora es un complejo entramado de placas de cobre, estaño y terminales de oro, en cuyo recipiente más íntimo están contenidas, encerradas en relojes que no marcan la hora, las tres energías que alimentan las ruedas del Destino. Cada recipiente, a su vez, está conectado a un depurador, que alimenta a los espíritus con éter sintetizado, manteniéndolos vivos y en funcionamiento. Todo esto es posible gracias a una caldera que produce enormes cantidades de energía térmica, la cual circula en forma de vapor saturado  a través de un intrincado sistema de válvulas y venas de materiales de artificio.

La cámara de confinación de La Hiladora fue diseñada por Pólux Athelstand a principios de la cuarta década posterior a la caída de Mederlich y sus hijos, después de que estos últimos dieran muerte a las tres diosas del destino y quemaran hasta sus cenizas el bosque de Grievengrowth. Athelstand, cuya vida había sido bendecida por Clothos, la dadora de nombres e hiladora del hado, prometió a su diosa patrona —cuando ésta se hallaba herida de muerte—, que encontraría una manera de traerla a ella y a sus hermanas de vuelta del Éter. A este punto, se rumorea que los primeros intentos del inventor por cumplir su juramento lo llevaron a la práctica del tabú de la sintaxis humana, empresa que evidentemente se vio fallida por el pobre estado de la teoría y por el rechazo generalizado de la comunidad de alquimistas y cultores de la magia. Los registros mismos de la vida de Athelstand señalan que fue dos veces llevado a juicio, siendo la primera de estas instancias por la generación espontánea de un homúnculo de tres cabezas que estalló dentro de su atanor matando a una decena de personas. La segunda vez, los cargos presentados en contra del científico fueron interpuestos por una influyente firma de sepultureros que declaró haber sorprendido al hombre profanando tumbas en busca de estructuras óseas y tejido en buen estado.  Según consta en su biografía no autorizada, esta denuncia nació a raíz de un segundo intento por construir una morada corpórea para las tres parcas, fundamentada en los dudosos procesos del galvanismo.

La Hiladora nació como el último intento por cumplir su promesa. Un Athelstand ya viejo (y algo chalado) dedicó los últimos seis inviernos de su vida al diseño e implementación del primero ordenador de datos de la historia. Como toda maquinaria del periodo, se convirtió en una central de procesamiento sumamente barroca, muy poco funcional y, para remate, sumamente inestable.  Durante los primeros años, no fue más que una sórdida prisión de hierro para el espíritu de las tres parcas —Clotho, que hila la vida, Lacusia, que mide el largo del filamento y Atrophis, la implacable, que lo corta a su debido tiempo—, que fue regresado a la tierra mediante procesos que, hasta el día de hoy, siguen rebanándole los sesos a quienes estudian la conductividad de planos. El hecho de que las diosas no pudieran comunicarse con el exterior fue la última gran crisis que la mente tras La Hiladora tuvo que sortear antes de su muerte. Irónicamente, Atrophis en persona no le concedió el tiempo suficiente para hacerlo. Solo cien años más tarde, bajo el paradigma de la alquimia generativa, lograría implantarse en su funcionamiento el sistema de placas transformacionales primarias, cada una con la información necesaria para que las parcas pudieran producir enunciados ilimitados a base de un conjunto reducido de reglas recursivas.  Hoy por hoy, el paradero de La Hiladora es desconocido. Pero el hecho de que esté escribiendo esto es la prueba irrefutable de que las tres diosas del Destino siguen influyendo en el curso de las vidas de los mortales.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Entrevista para Contenidos Locales

Mis buenos amigos de Contenidos Locales han sido muy amables, paleteados y tolerantes al concederme la oportunidad de hablar tanda cabeza de pescado junta. Los invito a echar un vistazo a esta entrevista.

De ideas claras y pensamientos concretos es Emilio Araya Burgos. Escribe desde los 14 años y siempre tuvo en mente convertirse en un escritor famoso. Ese propósito lo llevó a estudiar Letras Inglesas en la Pontificia Universidad Católica y hoy es reconocido no sólo por ser uno de los pocos cultores de la fantasía heroica en Chile, sino que también por ser el autor de la novela Schmetterlinge, publicada este año por la Editorial Forja. La literatura inglesa es su predilecta, sólo lee libros del siglo XIX y anteriores a él. Reconoce que no le interesa la literatura latinoamericana ni menos la chilena. Leyó a Tolkien cuado tenía 12 años y desde ahí que se convirtió en su primera y gran influencia, la que está presente –de una u otra forma- en todos los textos que escribe y parte de los cuales forman parte de su Blog Huevo Mundano.

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sábado, 6 de noviembre de 2010

La Venganza del Viejo Reloj de Bolsillo

Todas las mañanas, el reloj despertador del señor Hamilton tocaba a las seis y media. Aquel día no fue la excepción.  El viejo inventor había puesto especial cuidado en no quedarse dormido, puesto que durante la mañana se había comprometido a entregar una orden completa de relojes digitales para una famosa firma japonesa..




Mientras tanto, en otro punto de la ciudad, el señor Yoshimoto salía del suntuoso hotel donde hubiera pasado la noche. Solo, se subió a la limusina que hubieran dispuesto para él antes de la salida del sol. Entonces, le pidió al chofer que lo llevara a cierto lugar en los suburbios.

A la par que esto sucedía, el señor Hamilton terminaba de darse una ducha apresurada. Justo al salir de la ducha, su reloj digital volvió a sonar. Había olvidado desconectar la alarma.

Al apurarse para remediar su error, tropezó con un patín que su hijo hubiera dejado en el pasillo, dándose de lleno en el mentón y quedando temporalmente sin respiración. Las cosas habían empezado mal. Muy mal.

El coche del señor Yoshimoto estaba estancado en el peor atiborramiento de automóviles de la mañana. Cada vez que miraba su reloj digital se acrecentaba en él la idea de una catástrofe.

Cuando el señor Hamilton abrió la puerta, media hora más tarde, el señor Yoshimoto estaba bajándose del automóvil. Entonces, intercambiaron unas pocas palabras corteses en inglés, al tiempo que el anfitrión bajaba a buscarlo y le invitaba a pasar.

Durante el resto del día, se dedicaron a discutir perspectivas comerciales, campañas agresivas para fomentar la compra de relojes digitales, plantear estrategias basadas en grupos de foco y otras tonterías. La hora se les pasó volando. Ambos eran hombres muy ambiciosos. Todo concluyó, felizmente al parecer, cuando Yoshimoto le preguntó al inventor si sus relojes podían producirse al por mayor. Hamilton, por supuesto, asintió. Podía tener quinientos de ellos en un día, si tal era su deseo. Y a la gente le encantarían, porque no había que darles cuerda. Funcionaban con electricidad.

Entonces, justo cuando el empresario y el científico se aprestaban a firmar el contrato, el ruido de una tormenta ambulante los hizo levantarse bruscamente de sus asientos. Acto seguido, mientras los adornos de la casa comenzaban a vibrar y a estrellarse contra el suelo, Hamilton corrió hacia la ventana, y miró a través de las persianas.  Allá lejos, en la línea del horizonte, vio algo que lo dejó sin aliento. Como una calamidad imparable, gigantesca y voraz como un huracán, venía  rodando una esfera de metal formada a base de cientos de miles de placas de hierro y engranajes que giraban a la vista, aplastando todas las casas y calles del vecindario.

Las palabras de un viejo enemigo resonaron en su mente: “Algún día vas a lamentarlo, desgraciado”
El viejo inventor se quedó absorto en la contemplación del inconmensurable monstruo de hojalata, hasta que la sombra del descomunal reloj de bolsillo se dejó caer sobre su casa.

Al ver que estaba a un paso de la muerte, el señor Yoshimoto salió corriendo justo a tiempo. Pero Hamilton no corrió la misma suerte. Fue aplastado con casa, carga de relojes digitales y todo. Y así fue como en el mundo nunca volvió a saberse jamás de aquellas infernales invenciones. 

sábado, 23 de octubre de 2010

Homunculo

Un homúnculo se crea con tierra del patíbulo y esperma de algún condenado. Primero, el alquimista prepara un útero de barro con suelo no consagrado, y después descompone de su muestra el material humano, para tomar de ella sólo lo  que es esencial. Discrimina con cuidado los componentes, de tal manera que la criatura sea siempre un ser humano incompleto, condenado a servir a los hombres. Y allí donde falta el huevo de la madre, el artesano introduce una semilla de mandrágora. Entonces, reordena las cadenas de existencia de la planta y el hombre, y las combina para que formen un nuevo sintagma. El proceso dura dos tercios de la gestación de un ser humano, y no es muy complicado. No hasta que la criatura nace y comienza a preguntar por su padre.
El alquimista nunca es el progenitor. Su papel es más como el del hechicero necrófago, que intenta reanimar lo destinado a dormirse. A diferencia del golem, el homúnculo es inteligente y, en muchos respectos, superior al ser humano. Sin embargo, es ambiguo en su estructura, pues su alma ha sido introducida a la fuerza en una entidad corpórea que no está preparada para recibirla.  Con todo, hay en él un indeleble rastro de humanidad. El homúnculo tiene una sed imperiosa por sus orígenes, y no descansará hasta encontrarlos. Tampoco tiene un nombre primigenio. Por eso, sólo obedece a sí mismo, al menos hasta el momento en que es bautizado y sometido a los deseos y proyectos de aquel que lo rescató de entre los muertos.

domingo, 17 de octubre de 2010

Treinta y Tres Cuentos de Hadas

El interés masivo en el rescate de Los Treinta y Tres de Atacama sugiere muchas cosas: (i) que el morbo de la población es insaciable, (ii) que Chile, más que con el mar, tiene muchas deudas pendientes con su suelo, (iii) que The Truman Show es profética, o, (iv) que unas supuestas fuerzas oscuras del catolocismo conservador orquestaron una tragedia con matices simbólicos, o, (v) que, pese a que Dios en verdad es misterioso, sus caminos torcidos siempre acaban bien. 

Más allá de si una o más de una de las proposiciones es o no fruto del delirio personal o colectivo, el rescate de los mineros, el tremendo despliegue periodístico involucrado, el interés suscitado en el mundo y todo lo demás, vino a poner sobre la mesa, a mi parecer, un punto clave para quien escribe fantasía: la necesidad imperiosa y tan innegablemente humana del final feliz.
Dejando de lado el corrosivo cinismo del mundo contemporáneo, reflejado hasta el cansancio en todos los medios de expresión, muy en el fondo, a todos nos gusta pensar que es posible que las cosas terminen bien. A pesar de que hoy es políticamente correcto, por ejemplo, escribir libros con finales abiertos, que no dejen cabos atados, o que abrirse a la posibilidad que la vida tiene matices (porque de que los tiene, los tiene), cuestionar el absolutismo del Bien (o del Mal), hay una pequeña recámara en nuestro, muchas veces, malogrado corazón, que anhela eso que Tolkien llamara la eucatástrofe: el giro inesperado que se opone a la derrota universal, y que, en el contexto de los cuentos de hadas ha sido tan duramente cuestionado por la aparente realidad. Cada uno de esos hombres es un golpe en la cara al pesimismo del mundo de hoy, y eso la gente común lo sabe. Por eso, se pegó como mosca a la pantalla del televisor. Estamos ávidos de grandes alegrías. Que lástima, eso si, que no seamos capaces de buscarlas en otro sitio que no sea la caja maldita. Hay mucho en la vida por lo cual sentirnos menos miserables.

jueves, 14 de octubre de 2010

FILSA & Fantasía Austral

El próximo 30 de Octubre al medio día en la sala Nemesio Antunez del Centro Cultural Estación Mapocho, se llevará a cabo el re-lanzamiento de Schmetterlinge. La invitación está cursada desde ya, para todos aquellos que no pudieron ir al evento de marzo pasado. La presentación estará a cargo de dos escritores, el primero de ellos Armando Rosselot (Te llamarás Konnalef, Forja, 2009). Recuerden que voy a estar firmando ejemplares. Vayan. Podrían encontrarse con más de una sorpresa.

En otro ámbito, fieles al dicho, Javier Maldonado y yo hemos unido fuerzas y hemos creado el blog colectivo Fantasía Austral, el cual ya ha sido definido por Alberto Rojas como "una cantera de fantasía épica"  Así que ya saben: si les gusta la fantasía de capa y espada, tienen un proyecto literario en esa u otra línea semejante, no duden en visitar este espacio y recomendarlo a sus amigos.  Los invito a darse una vuelta por el blog y, si quieren unirse al proyecto, a escribirnos a fantasiaustral@gmail.com. Todos son bienvenidos. Tenemos que ser legión.


lunes, 4 de octubre de 2010

La Encina del Ahorcado (Fragmento)

Tragedy, by hrcM

La noticia de que un duelo tendría lugar en la Encina del Ahorcado corrió como reguero de pólvora en cada rincón de Melnor. Esto, desde luego, no se debía a que a alguien pudieran importarle las rencillas de dos niños del barrio alto, sino al lugar mismo en el que se suscitarían los hechos. La Encina del Ahorcado tenía una reputación siniestra, que iba mucho más allá del mero nombre. En otro tiempo, había sido escenario de los más espantosos eventos.

Una mañana de invierno, un joven pintor había subido hasta el mirador para hacer algunos bocetos de los terrenos que se abrían hacia el sur de la isla. Entonces, una vez que se instaló cómodamente a los pies de una añosa y frondosa encina que allí había, vio que una bota colgaba justo por encima de su cabeza. Al alzar la vista, tieso y teñido de azul, estaba el cadáver del viejo Abelardo Monlard, el molinero del pueblo, colgando firmemente de la rama más alta y resistente del tronco.

El alcaide y sus hombres no tardaron en aislar la escena del hallazgo. Se puso a un guardia a cada flanco del cerro, para evitar que los curiosos se inmiscuyeran y entorpecieran la investigación. Sin embargo, no bien corrió la terrible noticia (pues el señor Monlard era muy querido en la vecindad), el cerro se llenó de una multitud horrorizada, que quería ver al fiambre con sus propios ojos. Simplemente se rehusaban a creerlo. Un viejecillo tan apacible, cansino y venerable como él… ¿Por qué? ¿Qué oscuros secretos podía esconder aquella mirada gélida, de un celeste polar, que siempre lucía más ligera y libre que el viento?

Las malas lenguas no tardaron en hacer notar sus apreciaciones. Hubo rumores sobre su esposa, un hijo no reconocido, deudas y tratos con prestamistas abusivos a causa del juego. A falta de otras pistas a las cuales ampararse los conspiradores de siempre acabaron sosteniendo que Abelardo Monlard se había visto forzado a acabar sus días para huir de las presiones de la mafia que operaba secretamente en Grendel, un pueblo del norte de la isla que él visitaba mucho y del que se decían toda clase de cosas.

Sin embargo, la tesis del suicidio dejó una multitud de cabos desatados. En primer lugar, no se había encontrado un taburete bajo el occiso, ni ningún dispositivo que le hubiera permitido ponerse de pie antes de echarse el lazo al cuello. Por otra parte, cuando los hombres del alcaide examinaron el cadáver, descubrieron que, sobre la marca de la soga, había otra mucho más tenue: un corte fino, hecho con maestría, abriendo un surco en la arteria yugular de la víctima. Estaba claro. El hombre había muerto desangrado, probablemente en un lugar lejano a la encina —tal vez en su propia casa—, y había sido llevado al cerro y colgado con posterioridad. Eso explicaba las discordancias en la data de muerte y el hecho incomprensible de una precipitada acción autodestructiva.

Hubo mucho que decir respecto a la muerte del viejo y querido señor Monlard. Como de costumbre, las posadas de los alrededores tuvieron su tiempo de bonanza gracias a la tragedia. En la venta de Un Clavo saca Otro Clavo, por ejemplo, se vendieron toneles y toneles de cerveza. Los viernes, el local organizaba una competición de conspiradores, todos los cuales, por supuesto, bebían y comentaban una y otra vez los pormenores de la muerte del molinero. La mejor historia o la teoría más sugestiva, se llevaba de premio un enorme barril de cerveza, un enorme trozo de carne, o la invitación de la casa a una suculenta cena familiar.

Pronto la conmoción pasó y todos olvidaron al simpático anciano de los ojos polares. Las especulaciones cesaron, dejando una historia muy retorcida detrás, y todos volvieron a sus ocupaciones habituales.

Así fue, hasta el incidente en el camino del juncal.

Por causa o azar, el mismo pintor que hubiera descubierto el cadáver del señor Monlard, venía una tarde avanzando hacia Melnor por la vieja entrada, atravesando una landa de pastos altos y juncos que se perdían en la distancia. Era una tarde serena. La luz iba en declive, pero aún estaba lo suficientemente claro para tomar un par de notas sobre el paisaje. El artista hizo unos trazos rápidos del juncal. No le importaba demasiado y, de todas maneras, sólo se trataba de un montón de pasto, muy fácil de improvisar después. Por el contrario, dedicó su atención a la tétrica y destartalada figura del molino de viento que se recortaba contra el fondo.

De pronto, el hombre oyó un quejido en la distancia. Al principio, sonó como el grito de una mujer de edad, la queja de alguien que llora, ahogándose en la desesperación, o el áspero sonido de un aspa oxidada. Dejando de inmediato sus utensilios a un lado, el dibujante alzó la vista e inmediatamente centró su atención en la techumbre del molino. Las alas habían empezado a girar de manera errática, primero en sentido del reloj y luego al revés, al compás de un viento imperceptible.

Entonces, mientras, azorado y presa de la fascinación, el testigo contemplaba la danza fantasmal del monumental esqueleto y uno recuerdo de la potestad de Abelardo Monlard, un resplandor verdoso y amarillo emanó desde el fondo del juncal, encendiendo llamas que ardían sin consumirse, trazando en medio del perímetro la forma de un hombre ahorcado en un árbol.

Aquella noche, la historia interminable había regresado. Estaba más claro que nunca. Abelardo Monlard estaba pateando con fuerza la tapa de la tumba.

EDdE, Cp 2 Duelo en la Encina del Ahorcado

domingo, 3 de octubre de 2010

Las Cloacas de Locknor (Fragmento)

Sewer, by VanderHuge (deviantart)
Echaron un rápido vistazo a cada una de las cinco alternativas que tenían al frente: todos los caminos se veían igualmente sucios y poco confiables, siniestros y desagradables al olfato. Sin embargo, el único de ellos que les permitía seguir avanzando era el del medio. Los cuatro adyacentes acababan rápidamente en paredes cubiertas de algas, limos y colonias de hongos, en depósitos de excrecencias y súbitas caídas que llevaban a viejos canales en desuso.

A poco andar, los mellizos descubrieron que sería imposible seguir sin ensuciarse. Tras atravesar el corredor, salieron a un espacio abierto sobre el cual flotaba una densa nube de amoniaco mezclado con otras pestilencias. Entre arcadas, Alanis alzó la vista y descubrió un sinnúmero de escotillas que se abrían desde las paredes, flanqueadas por faroles que exhalaban tétricas luces verdes y amarillas, encapsuladas en frascos de granalita . Las aberturas vomitaban continuamente el flujo de inmundicia que circulaba por los canales subterráneos de cada uno de los hogares de Locknor, transportando los desechos de herreros, peones, diplomáticos y gobernadores, formando una laguna repugnante. La única posibilidad de llegar al otro lado de aquella suerte de anfiteatro era a través del cenagal artificial que se había formado tras años y años de desperdicios humanos.

—No esperes que ponga un pie en esa cosa—dijo Maranie.

Alanis no tuvo más remedio que cargar a su hermana sobre sus hombros. Después de comprobar la profundidad del depósito —el agua le llegó hasta un poco más arriba de las rodillas—, se inclinó en el borde de la alberca, con ambas manos hacia atrás, para recibir a la joven, que se abrazó firmemente a su cuello. Después, no sin cierta dificultad, descendió hasta tocar fondo, se armó de fuerza y paciencia y siguió adelante, aunque a paso de tortuga. Pese a que Maranie era ligera como una sílfide, la peste de cien años que reinaba en el lugar intervenía continuamente con la tarea. Los constantes accesos de náusea lo hacían trastabillar. El miedo siempre presente de encontrar un súbito descenso en el trazado del terreno entorpecía cada uno de sus intentos por ir más allá. Pronto, la falta de aire fresco también comenzó a jugarle en contra. Cada vez que se desviaba para uno u otro lado, veía llamas que engendraban pesadillas y rostros fantasmales en los rincones más oscuros. Casi creía que podía escuchar las voces de espíritus penitentes, llamándolo por un nombre que no era el suyo, pero que le pertenecía tanto como su Destino.

Al fin, llegaron hasta el otro extremo de la alberca. Allí, después de dejar a la muchacha en un lugar seguro, Alanis se rindió ante la sombra de una puerta cerrada.

EdDE I, Cp. IX La Reliquia del Viejo Monasterio